sábado, 26 de julio de 2008

El oscuro anuncio de Mr. Black. Capítulo 4.


En tanto la mansión seguía impoluta sin rasgos humanos visibles. ¿El negro? A sus anchas sobre las lajas del piso recortadas prolijamente desprolijas. Por fin un milagro abrió hacia los costados una parte del frente del mural y cataplún: entre la oscuridad salió caminando a pie seguro un hombre de impecable traje negro cruzado, moño y zapatos relucientes al sol y… también de color negro. Sin sorprenderse cargó sobre su hombro al primer negrito y recién ahí me miró. De espalda dura, a lo frontón de pelota paleta, manejó al flacucho con suficiencia. “Ya vuelvo por usted, señor periodista. No se vaya que adentro lo esperan”, habló en voz alta, sin detenerse. Era la misma voz áspera de tonada caballeresca que me había atendido las tantísimas que repetí mi llamado para hablar con Carlos por teléfono.

Esperé al negro sentado sobre el capot de mi coche. Apenas asomó su cabeza por la novedosa entrada del mural gritó pidiendo que ingrese a la mansión. La desembocadura de esa escena me sonó demasiado fácil… que sé yo, tantos misterios se escondían tras esos paredones que ahora un tipo de apariencia burguesa y de traje impoluto me dejaba entrar como si nada costara más que una baratija del Once. Así será pensé y metí tras el paredón.

Apenas cruzada la pared caminamos firmes a la par por un túnel de camino de tierra, formado por el abrazo de las ramas de unos acasio bocha de unos 3 metros de altura que sostenían, como si nada, a unos candelabros tan antiguos como bien cuidados. Cuando llegamos al final, un parque verde al estilo cementerio privado de zona Norte resultó ser el principio de una pintura que contenía además una pileta digna de un buen club de fin de semana. “Si anda con ganas puede darse una enjuagada”, dijo el negro. “No gracias no traje malla”, contesté.

Un poco más allá de la piscina salía una línea pareja de arbustos en forma de pasaje que desembocaba en un verdadero caserón, que denotaba una construcción fiel al estilo de los ingleses que manejaban los ferrocarriles antes de la llegada del General.

- Esperesé acá, que ya viene el señor.

De pronto el negro ya no estaba más y yo solito estaba como único protagonista de un césped cortado al ras, una cancha de tenis a unos pocos metros y una casa tirando a mansión canina, con forma a cucha de perro en la que colgaban dos carteles: “Rivero” y “Guitierrez”.