viernes, 1 de junio de 2007

Que haya amor


Que haya amor
Un manuscrito encontrado en un campo después de una cosecha de soja.


Valeria sintió un dolor en el estómago imposible de llevar. A su lado, su esposo se revolcaba sobre el pasto repartiéndole unos cariñitos a la perra. Más pesados sintieronse los dolores cuando Gonzalo usó las mismas palabras dulces que halagaban a su mujer, para dirigirse con un ímpetu sensual hacia a la perra. Quizás él no se dio cuenta pero Valeria percibió por primera vez que no era la única que enamoraba a su marido.
Por la noche y ya en la cama Valeria alertó a Gonzalo sobre sus dolores y éste asoció el malestar a esas costillas de cerdos cenadas, unas horas antes, como parte del festejo del primer año de casados. Entregados al ensueño ella fantaseó con las palabras que la desataban de amor: gustaba del “mí vida”, del “te amo hasta el cielo” y de la “belleza de mi alma”. Palabras más, palabras menos, las mismas que Gonzalo había usado aquella tarde para relacionarse con la ignota perra. Cuando Gonzalo abrió la persiana para dejar entrar al primer sol del día ella ya estaba con los ojos abiertos y los dolores intactos.
Ya el atardecer encontró a Gonzalo en plena cosecha, mientras que a su mujer el llorisqueo le brotaba desde sus ojazos negros como ráfagas de viento y agua en la antesala de un tormenta otoñal. Detrás de ella la casita de barro de Ochaipur: “usted comparte el amor, señorita. El ahogo ha empezado a manifestarse en su estómago”, le expuso el descendiente de indios tras salir de un trance que lo bamboleó contra las paredes. Valeria necesitaba hablar con el iluminado, escuchar sus sabias palabras, saber que hacer entre ella, su esposo y la perra. Pagó al iluminado y el brujo también advirtió de un gualichú y las consecuentes conductas impuras de su marido.
A no más de 7 kilómetros, al lado de un silo bien atiborrado de maíz Clarita, la cocinera de la estancia donde trabajaba Gonzalo, chismoseó al joven de que por la tarde había visto a Valeria por la casa del indio. Y él que no entendía de curanderos, ni de palabras ilustradas, juró darle a su esposa el primer gran sermón de casados.
Por la noche Gonzalo acusó a Valeria de rodearse de curanderos y desatender la casa; Valeria retrucó con severidad que él amaba más a la perra que a ella. Después tiró su plato con restos de pollo al piso y Gonzalo solo atinó a levantarse de la mesa y trabarle con fuerza los brazos cuando Valeria se iba hacia el patio. La mujer gritó como solo una vez lo había hecho de niña.
Alarmado por los alaridos de su hija, el padre de Valeria llegó a la casa con su escopeta en mano. Ramón vivía en el rancho de al lado y solía empinarse dos botellas de vino seco cuando no trabajaba de peón. Dejó atrás el tapamoscas de la puerta y apenas entró vio a su hijita abatida en llantos, derrumbada en el piso. Valeria trató de frenar a su padre que anoticiado de la perfidia de su hija fue al encuentro de su yerno; pero Gonzalo ya había salido hacia el pueblo a caballo. La perra lo corrió ladrando unos 300 metros.
Gonza cabalgó meditabundo por el camino de Don Roque acompañado por una luna menguante, unas pocas nubes tontas y una botellita de ginebra sacada del pozo de refrescos. Minutos después Ramón quedó dormitando sobre el pasillo flaco, siempre colmado de macetas y flores coloridas. Durmió desmayado y al despertar ni sabía porque estaba allí. La perra lo miraba de entre las macetas. Valeria a puros snifs, snifs volvió a refrescarle los novísimos desgraciados sucesos.
A no más de 7 kilómetros, la mañana despertó a Gonzalo tirado sobre la bosta blanda de su caballo, con la camisa completada a vómitos. Desconociéndose se golpeó la cabeza con sus manos por la impudicia que lo exhibía de la misma manera que lo hacía con esas almas recluidas del pueblo, imposibilitadas de felicidad sin ser parte de un estado rimbombante de alcohol.
Al mediodía volvió a la cosecha. Mientras cebaba unos mates, el gordo Ernesto, cosechero de buen nivel, dijo a Gonzalo que había visto al viejo Ramón, armado, saliendo por la noche de su casa. Más metiche sugirió al joven que evitara que el viejo intercediera entre él y su esposa. Pues Gonza pidió que lo disculparan, se veía en la obligación de solucionar el problema cara a cara.
La perra lo recibió otra vez ladrando apenas abrió la tranquera. En el comedor Valeria, ya más recompuesta, no pudo evitar decirle a su padre que sí su mamita viviera nada de esto hubiese pasado; ella sí que sabía como manejar una casa de familia. Ramón acercó su cara al de ella para mirarla con un abrir y cerrar de ojos incesantes. Después la hija recordó a su padre algunas de sus trasnochadas ebriedades, los insultos por las mañanas a ella y a su mamita, y los golpes diestros que a su esposa siempre acertaba. Ramón salió balanceándose del comedor, se paró por unos segundos frente a la bomba de agua y tomó con experiencia su escopeta allí tirada. A esa altura la perra estaba ya echada sobre el pasto.
El viejo salió ciego de la casa y cuando cruzó a Gonzalo, casi ni lo vio. Ramón ya estaba en su casa cuando Valeria se dejó caer en brazos de Gonzalo, que hundió sus labios sobre los de ella. Se apretaron. “Dios: que haya amor”, dijo el joven. Su mujer asintió moviendo la cabeza con seguridad. Desde al lado de la estufa, la perra empezó a gruñir.

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