viernes, 11 de enero de 2008

El oscuro anuncio de Mr. Black. Capítulo 3.


El oscuro anuncio de Mr. Black. Bloque 3

- ¿No te dejó hablar con él?

- No solamente no me dejó hablar, si no que me trató como a un tarado. Y te aseguro que fueron varias las veces que intercambiamos ideas, o al menos eso creo porque siempre rompe la relación. Pero nunca me pasa con Carlos y ni siquiera le pregunta si desea hablar con alguien como yo.

- Bueno dejáme que trate de hablar con él. Aunque no te hagas ilusiones, estos últimos años ha recibido a muy poca personas... y como te imaginaras estoy del lado de las no recibidas-. Dijo la sobrina del astro. No podría ser de otra forma, pensé. Volví a engañarla y obtuve su dirección exacta.

Necesitaba una de sus palabras exclusivas para poder remontar mi limitada imagen de babosa que no puede trepar ni siquiera una pared de jardín. Sé que sólo la estrella del rock puede devolverme un poco de reputación. Pero… ¿cómo llegar a Carlos sí parece que sus minutos son como horas para el resto de los mortales? ¿Será eso? ¿O será que el obtuso del custodia ni siquiera una vez le pasó mi mensaje?
Como decirlo, si el entrevistado no viene hacia mí yo debo ir hacia él. De lo contrario quedaría errando como un deslucido galancete que deja ir a la chica más admirable del bar esperando que sea ella la que venga a su encuentro. Y después ante su ausencia ya nada tiene sentido. Pues si espero a que el bar cierre, estoy incurable.
Sabía que para mi empresa precisaba de cambios y por aquellas fechas incursioné entonces en un nuevo vestir que me hiciera más personal. No por vanidad, vuelvo a insistir, sentía fumigado mi prestigio y mis palabras habían pasado a tener la misma validez que las de un colectivero en el momento de hacerle un favorcito a un desconocido. Compré uno de esos sacos estilo Mao –pobre chino, ¡las generaciones palermitanas lo conocen solo por su chaqueta!-, un pantalón de jean gastado por delante –se dice localizado me aseguró la vendedora del shopping- y uno de esos zapatos aerodinámicos sin cordones.

Sin carecer de pudor paré parados mis cabellos con esa cera que imita a la naturalidad. Así todo nuevo estaba en mi coche, en la esquina de la mansión de Carlos: la mega estrella. El día, por cierto, era brillante, iluminado por un sol que curiosamente no castigaba con calor. La fortaleza estaba toda rodeada por un mural de color crema con la altura suficiente para no pensar en treparlo. Sin un graffiti que arruinara su fachada y con una vereda de lajas irregulares que guarecían a la sombra de una arboleda. Solo un portón de la anchura de un auto mediano se mostraba como único ingreso.
Estaba acomodando alguna de las provisiones cuando de la nada vi acercarse a un muchacho con campera verde militar y pantalones de jean negro. Junto con él un chuequear vibratorio. Me obligó a bajar el vidrio del coche y recién ahí me encontré con que su piel era oscura como la de un africano y su pelo, rapadito a cero.

- Señor periodista, mi jefe lo quiere ver.

- Pero ¿cómo sabe que soy periodista?. Ahhh... y ¿quién es usted y quien es su jefe?-, pregunté haciendo aún más ingenuas mis dudas.

El negro se movió hacia atrás y señaló a la mansión. Volví a insistir y solo obtuve como respuesta la misma señal. Otra vez mis preguntas fueron como un tiro de mediana distancia que se elevó para volar como una paloma en pleno éxodo. Después el tipo se subió el cierre de la campera hasta la garganta y no habló más.
Esperó pacientemente a que bajara del coche y caminamos a la par cruzando la calle para inmovilizarnos en la vereda de la estrella. Surgió una confusión.

- ¿Qué pase?

- Sí que pase, señor.

- Pero ¿por donde quiere que entre?

- ¿Por donde preguntó? Ah ... eso sí que no, esa respuesta no se la puedo dar yo. No empecemos con ese juego, por favor. No puedo responderle, no estoy capacitado para esta variante de inquisición.

- Pero acá no hay ninguna puerta, no sé si ve pero estamos frente a un paredón de más de cinco metros de altura y supongo que debe tener más de 40 centímetros de ancho. Es imposible pasar.

Bueno salvo que se abriera con un chasquido de dedos, de lo contrario no podríamos entrar. Aunque debo aclarar que por un momento esperé a que eso sucediera, todo se vio interrumpido cuando el negro cayó desmayado en mis pies. A partir de ahí todo tuvo menos sentido.
Intenté mover al flacucho de corte policía, después apreté su estómago -como suelen hacer en las películas sobre rescates- pero el morocho ni siquiera respiraba. Estaba duro sobre el piso con las piernas y brazos estirados. Si lo cuento pocos me creerán pero el tipito cayó sin gemir, sin sufrir y su desmayo puede ser caratulado como respetuoso, pretendiendo hasta último instante ser cortés para no interrumpir nuestro tacaño dialogo.
Pero al infortunado le fue inevitable estar de pie como cualquiera de nosotros lo estaría en una verdulería comprando un kilo de tomates y dos plantitas de lechugas. Miré hacia los costados y no advertí a nadie. ¡Esa insulsa calle debería ser la menos transitada en todo Buenos Aires!
Debería ser de esos tipos epilépticos que después despiertan como si nada y uno queda ahí perdiendo el tiempo suponiendo que está muerto. Sin ganas de esperar a ver su reacción en un primerísimo primer plano volví al coche y abrí la segunda bolsa de provisiones para hacer propia una segunda botella de Legui.

Continuará...

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